LA EVOLUCIÓN DE LOS ESTEREOTIPOS SEXISTAS EN LA INFANCIA
Yo me crié en los 80. Como mucha gente de mi quinta, mantengo el recuerdo de las cajas de cartón o las grandes bolsas que llegaban a casa en otoño y primavera, tras el cambio de armario, llenas de ropa de segunda o tercera mano que viajaban de primos a primos, de amigas a amigas. Era como ir de compras. Las abríamos con ilusión, esperando encontrar una sudadera con alguno de nuestros personajes favoritos. Nadie preguntaba si las prendas eran de niño o niña. Esas cosas no importaban. Solo veíamos jerséis azules o verdes, pantalones vaqueros o de chándal, con suerte algo de Superman o de Snoopy. Tan solo los vestidos y faldas quedaban vetados para un sexo. Todo lo demás se compartía.
Eso hoy día sería impensable: puntillas, sutiles tonos en los colores, el tipo de cordones, un pompón por aquí o un dinosaurio por allá. Todo está automáticamente relacionado con uno de los dos sexos, es decir: marcado por el género.
Es sorprendente que las personas que fuimos educadas treinta, cuarenta o cincuenta años atrás éramos más libres en cuanto al uso de la ropa, complementos o juguetes que la infancia de hoy día. Inspiradas por los movimientos progres tras la dictadura, nuestras familias nos trataron de inculcar a fuego eso de “los niños también lloran” y “las niñas también juegan con pelotas”. En nuestras manos caían cuentos, como Rosa Caramelo, que aún se siguen usando en la actualidad, pero que parecen no comprenderse.
Y es que no hemos superado el problema que se presenta en Oliver Button es una nena, Billy Elliot para los cinéfilos. El niño al que le gusta el ballet ya no es un maricón, pero sí sigue siendo una nena, una nena trans. Vemos entonces, que sigue llamándonos la atención que un niño “haga cosas de niña”. Intentamos, porque nos creemos muy modernos, tratarlo desde el respeto, pero seguimos aferrados con uñas y dientes a esa idea sexista y tradicional de que los hombres son de venus y las mujeres, de marte.
¿Hasta cuándo vamos a seguir así? ¿Es moderno seguir creyendo que la infancia disidente del género, es decir, aquella que hace cosas que se consideran del otro sexo, es algo excepcional? ¿No era eso lo que intentábamos normalizar? Que no hay cosas de niños y niñas, que es normal que un niño dance o una niña juegue al fútbol. ¿Cuándo vamos a dejar a Oliver Button hacer ballet tras la escuela sin tener que señalarle con el dedo?
Lo hacemos con la mejor de las intenciones: ¡esta niña es especial! ¡Es muy moderna porque quiere llevar el pelo rapado y la equipación de Messi! ¡Vamos a celebrarlo! ¡Vamos a acompañarla en ese camino que ha escogido tan excepcional! Tiene que ser extraordinaria para romper así con lo que dice el sistema, tan extraordinaria que quizás sea un alma atrapada en un cuerpo equivocado. ¡Es un niño trans!
No, no exagero. Los protocolos escolares sobre infancia trans que llegan a las escuelas no solo dicen que los y las docentes debemos prestar atención por si algún/a menor sufre un rechazo hacia su cuerpo que le genere malestar o si hay algún caso de acoso por parte del alumnado que no respeta a la persona disidente de los roles sexistas. Si esto fuera así, ¿qué problema habría?, todas queremos lo mejor para la infancia. Pero es que estos protocolos también pretenden que señalemos con el dedo a quien no sufre, a quien simplemente se sale del camino marcado por el sistema: “…cuando cualquier miembro del equipo docente observe, en un alumno o una alumna de manera reiterada la presencia de conductas que pudieran indicar una identidad sexual no coincidente con el sexo que le asignaron al nacer en base a sus genitales, o bien comportamientos de género no coincidentes con los que socialmente se espera en base a su sexo, se procederá del este modo…” (Punto 4.2. Recomendaciones de actuación para el acompañamiento a menores trans en el ámbito educativo de la Guía de atención integral a las personas en situación de transexualidad).
Dicen en redes y medios que las feministas abolicionistas del género estamos ancladas al pasado, pero no es así. Somos las únicas que queremos conseguir algo que nunca se ha logrado en el patriarcado: creer y defender de verdad la idea de que niñas y niños son iguales, que no hay nada innato que nos haga a nosotras ser unas delicadas flores y a ellos unos fortachones y hábiles deportistas. Cambiar el apelativo hacia el niño bailarín de “nena” a “nena trans” es solo una reformulación del viejo y manido sexismo. Y tú, ¿no quieres pasar página a los estereotipos sexistas de una vez?
Eduquemos a la infancia en la libertad. Dejemos de etiquetar.
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